Filosofías y religiones en la Antigua Roma
Para los romanos la filosofía consistía en un conjunto de “ejercicios espirituales y reglas de vida”; no se la entendía como se la entiende en los tiempos modernos, como un conjunto de saberes y teorías acerca del cosmos, considerada por profesores y estudiantes universitarios como parte de la cultura de cada cual sin ninguna otra utilidad que la retórica. Existían entonces escuelas de filosofía, igual que en Grecia, donde no solamente se acumulaban saberes sino donde también se enseñaba a vivir, a saber vivir; los epicúreos, los hedonistas, los estoicos no pretendían otra cosa más que sugerir códigos de comportamiento capaces de “sustraer al individuo de las inquietudes de la existencia”.
La religión, en cambio, estaba muy poco relacionada con las reglas de vida o las ideas acerca de la muerte y el más allá; aquella no pretendía ser más que una descripción de los panteones y de las virtudes de cada dios, o a lo sumo inculcar una devoción interesada por los favores divinos; no prometía ni salvación eterna ni más allá; los dioses simplemente eran protectores o curadores de enfermedades. Cada cual veneraba al Dios que escogiese, frecuentemente un Dios a quien le habían erigido un templo cercano a su hogar, y se formaba una idea de él proporcional a su capacidad. “En lugar del partido único que es una Iglesia, nos hallamos ante la libre empresa religiosa: cada uno formaba un templo y enseñaba el dios que quería, como si abriera un hotel o lanzara un producto nuevo, y cada uno se convertía en cliente del dios que prefería y que no era forzosamente el mismo que la ciudad había preferido por su parte: la elección era libre”.
Por lo tanto el concepto de Dios de los romanos es medularmente distinto del concepto de las “religiones del libro”; en efecto, los dioses romanos eran considerados como unos habitantes más de la naturaleza, influyentes y poderosos pero habitantes del mundo: “constituyen una de las tres razas que lo pueblan...los animales, que no son ni racionales ni inmortales; los hombres, racionales pero mortales; y los dioses, racionales e inmortales”. Los dioses romanos eran sexuados y se distinguían por sus nombres, pudiendo desde luego tomar otros nombres en territorios extranjeros sin que ello diera motivo a peleas: “Júpiter es en todas partes Júpiter, igual que un león es en todas partes un león, pero se llama Zeus en griego, Taranis en galo y Yavhé en hebreo”. No respetaban a los dioses extranjeros cuando eran considerados ridículos, como cuando tomaban formas humanas mezcladas con animales (caso egipcio), o como cuando los propios extranjeros temían a sus dioses (deisidaimonia) y eran en exceso serviles y piadosos. De hecho, los dioses representaban para la gente lo que un patrono para un romano pobre: se rendían a los dioses los mismos honores (colere, timan) que a los hombres superiores, se le pedían favores, se los iba a saludar todas las mañanas, o se los saludaba con la mano en alto cada vez que se pasaba delante de su imagen e incluso se les criticaba cuando no se dignaban a conceder los favores pedidos, como cuando murió Germánico, un príncipe muy querido: los romanos se precipitaron furiosos a “lapidar” los templos porque los dioses no supieron salvarlo.
Pero no por ello debemos pensar que el pueblo romano era impío o nada más interesado; no se temía a los dioses porque la concepción que de ellos se tenía es que eran buenos superhombres, siempre buenos. Muchos, sobretodo las mujeres, iban a los templos a rogar y hasta a colaborar con la limpieza y el adorno; la mayoría tenía esculturillas en sus hogares, y los dioses y genios menores eran como parte de la familia. Había eso sí, distanciamiento de los dioses entre los poderosos, la familiaridad popular con ellos no existía; había que mantener la distancia tanto con los inferiores como con los superiores, que frecuentemente colindaba con la impiedad y una extrañeza burlesca para con la piedad popular. En lo que si creían los notables (pero jamás llegaron a tener certeza), es en una providencia; se hablaba frecuentemente de los dioses, de la divinidad, a la cual no de le rendía culto en bloque pero que sin embargo era un término muy usado cuando ocurría algo bueno. La posición de los doctos para con la religión fue siempre “categórica: ni una palabra de todo ello”. Creían a lo sumo en una providencia, pero escasas veces un docto reverenció a uno de los dioses. Varios fueron más bien sarcásticos con los dioses: “¿pero que hacen entonces con sus órganos estos eternos bienaventurados?...¿hay, por tanto, un estómago, intestinos y órganos sexuales en el interior de estas figuras?”, exclamaban Plinio o Cicerón. Por otra parte, los dioses no eran inalcanzables, se hallan justo encima de los hombres: “Epicuro, según un secretario suyo, “ha sido un dios, sí, un dios””; por eso también es que se divinizaba a reyes y emperadores, “y por ello también las sectas estoica y epicúrea pudieron proponer a los individuos su conversión, con el nombre de sabios, en los iguales mortales de los dioses; llegar a ser “superhombres”...”, aunque las invitaciones a ingresar al clan de los divinos o al reino de los cielos fueron prácticamente nulas, pues una cosa es ser un reflejo y otra, lo reflejado.
Hubo sin embargo un cambio paulatino en el paganismo alrededor de los años 100. Primero por un cambio en la consideración de los dioses que fueron transformados hasta tener una función: no serían ya simplemente protectores sino también gobernadores y consejeros; dicho cambio estuvo acompañado por un claro aumento en la piedad popular. Antes del cambio, los intermediarios entre dioses y hombres eran institucionales: los sacerdotes o los oráculos; pero con el cambio el pueblo pareció sensibilizarse y ya no fueron tan solo las vías institucionales quienes permitían comunicarse y recibir las órdenes de los dioses sino también las individuales: sueños, presentimientos y todos los pequeños cambios en la vida cotidiana en los que el pueblo reconocía oráculos divinos. Quizás el aumento en la piedad y la consideración más seria para con los dioses fue fomentada por toda una pequeña serie de pequeños libros de piedad: “el paganismo de la clase media, que había ido a la escuela hasta los doce años, se hizo también librezco”.
El más allá nunca tuvo una doctrina como fundamento, ninguna de las sectas religiosas más conocidas prometió nunca nada más allá de los confines terrenales. Lo que no implica que no se creyera en su existencia, claro que según Veynes, la creencia existía nada más que como un medio de consuelo, y no fue nunca muy arraigada en la gente pues como dijimos, no existieron doctrinas lo suficientemente difundidas como para sostener tal creencia. Los pocos testimonios de tal creencia se encuentran en los sarcófagos y en algunos ritos funerarios (flores, jarrones, perfumes junto al cadáver), y sobretodo en los sarcófagos infantiles, siendo Baco el dios favorito para las representaciones pictográficas de los sarcófagos; “Baco, dios del más allá, era un puede ser consolador del que se había oído hablar”. No creían sin embargo que los difuntos pudiesen sentir los perfumes o contemplar las dádivas. Aunque los dioses no eran temidos en vida, si existía una creencia bastante difundida en un tribunal de dioses, siempre justos, benévolos y vengadores, que tenían la facultad de hacerlos sufrir durante el descanso.
Las dos sectas mayores (por su llegada) durante el imperio romano fueron la estoica y la epicúrea; ambas proponían una liberación del miedo y una promesa de felicidad, independiente de los golpes de la suerte; la secta no era una escuela donde se aprendían ideas generales sino que se buscaba en ellas “un método razonado de tranquilización”. El estoicismo, según Veynes, “prescribía la necesidad de mantenerse, a fuerza de ejercicios de pensamiento, en un estado de ejercicio heroico al que nada pueda ya afectar”, justificando su doctrina por la existencia de una razón y una providencia; sugerían cumplir con los deberes y obligaciones que dictaban la familia y la ciudad so pena de desgracia o mutilación. El epicureísmo sostenía la necesidad imperativa en el hombre de librarse de todo tipo de angustias y de falsas necesidades; “prescribía una vida a base de amistad y agua fresca”, y la única obligación en su doctrina era cumplir con los pactos de amistad. Ambas sectas defendían el suicidio como método válido y digno ante la enfermedad o la persecución; sostenían también ambas el desdén por la muerte, los vanos deseos, el dinero, los honores, los bienes perecederos, pues no garantizaban una seguridad inquebrantable. Los jóvenes romanos se convertían por lo general a una de estas sectas durante su aprendizaje de retórica. Los más convencidos adoptaban los usos de los filósofos: la barba descuidada y la vestimenta de filósofo; el resto se contentaba con leer las obras de los filósofos o con tener un preceptor de filosofía en casa.
Con respecto a los filósofos, se sabe que estos eran en un principio admirados y respetados. Sin embargo, ninguno de ellos tenía derecho a criticar vidas ajenas si su doctrina no era también practicada vitalmente por el mismo. Solo quienes vivían de acuerdo a su doctrina tenían derecho “objetar consciencias”. El problema es que todo convertido a una doctrina se convertía en “propagandista” de aquella, y no siempre practicaba lo predicado. Por otra parte, las filosofías antiguas jamás se propusieron imponer sus ideales en la gente, sino más bien al contrario, sabían expresamente que lo enseñado sería aceptado tan solo por unos pocos, lo que no les impedía tratar de captar adeptos; además, las distintas filosofías no se proponían ser interesantes o representar las verdades más profundas sino cambiar las existencias, hacer que los interesados las pusieran en práctica, mediante ejercicios espirituales: recapitular las verdades, repetírselas a uno mismo en silencio, escuchar y dar conferencias públicas: “revive sin cesar en tu espíritu las verdades que has escuchado en un momento dado y que tú mismo has enseñado a otros”. Mas con el tiempo la filosofía dejó de ser un método de vida (quizás debido a las asperezas vitales que exigían) para convertirse simplemente en curiosidad intelectual o en un recurso más de la actividad retórica; “la filosofía acabó por ser una parte de la vida cultural, de sus pompas y de sus obras, y la gente se apretaba para escuchar las elocuentísimas conferencias públicas de algunos grandes tenores del pensamiento”.