Justicia y Costumbres
El arte funerario de los romanos hablaba mucho menos del más allá que de la vida del difunto, de los cargos o distinciones que conquistó, o de lo que aconsejaba a los paseantes que leían su epitafio.
La escritura sobre los epitafios era accesible al común de la gente pues frecuentemente eran pictóricas o escritas en un latín popular; se encontraban frecuentemente a la salida de pueblos y ciudades, a ambos costados de los caminos.
En los descubrimientos arqueológicos se ha podido descubrir una abundante cantidad de tumbas y epitafios, que frecuentemente tratan de llamar la atención del paseante. Las tumbas de los ricos eran más grandes y mejor decoradas: generalmente se representa al hombre a la izquierda de la piedra (la posición más honorable), leyendo algún rollo, u ocupándose de sus actividades diarias, mientras que la mujer es representada a la derecha, frecuentemente en actos de devoción religiosa, alzando su brazo ante alguna divinidad seguida de un cortejo de esclavos o haciendo ofrendas de incienso.
El epitafio era muy importante para los romanos, no por ser, como dijimos, una puerta de entrada al más allá, sino por expresar parte de la vida o de los sentimientos de cada cual, algo muy parecido a la función del testamento.
Al parecer los romanos padecían una tenaz obsesión por todo lo público, o en palabras más sencillas, por el que dirán; así, se han encontrado epitafios en los que el difunto saca a relucir los sentimientos que le aquejaban antes de morir: la traición de la amada, la deslealtad del esclavo, el deshonor de una hija indigna,...el epitafio era además una forma de quejarse. El epitafio romano representa de verdad a la muerte vulgar, como cuando el atormentado por su vida o sus pensamientos se acuesta y no hace otra cosa que quejarse. La muerte no era para los romanos una entrada, era nada más que un final, un final vulgar incluso entre los “ricos”: se recordaba la vida, o los traumas. Han encontrado incluso epitafios donde se maldecía.
Un ejemplo de epitafio romano: “he vivido mezquinamente durante toda mi existencia, por eso os aconsejo que viváis más placenteramente que yo. La vida es así: se llega hasta aquí, y ni un paso más. Amar, beber, ir a los baños, eso es la verdadera vida: después, no hay nada más. Yo, por mi parte, no seguí nunca los consejos de ningún filósofo. No os fiéis de los médicos; ellos son los que me han matado”. Así habló la gran Roma. Comparémosla con un epitafio espartano que comentaba un relieve funerario erótico: “Esto sí que se llama un templo, éste sí que es el lugar de tus misterios, esto es lo que ha de hacer un mortal cuando contempla dónde la vida acaba”.
Ya sea por medio de los epitafios o por medio de las sencillas palabras, en Roma se resaltaba y recordaba constantemente la diferencia entre individuos. Se consideraba de lo más digno la franqueza (parrhesia) insultante ante la gente inferior. Un “grande” siempre salía a la calle con un cortejo, para aparentar y sobretodo para estar protegido por sus esclavos; la salida se hacía siempre con la finalidad de estar incesantemente impresionando a los observadores y afirmando sin más cual es su posición social.
Las posiciones sociales eran respetadas y protegidas por las costumbres pero sobretodo por los derechos legales, por la constitución romana. En muchos sentidos se puede afirmar que el derecho romano era individualista, pues a los individuos libres no se les podía obligar a hacer cosas que no estuviesen contempladas en la legalidad, el divorcio era un derecho de hombres y mujeres, y la propiedad podía enajenarse libremente; es decir, la romanidad ostentaba derechos civiles en teoría, porque ya hemos visto el nivel de corrupción y de desmedida ambición que reinaba en paralelo con la constitución.
Ninguna ley era lo suficientemente fuerte ante un poderoso, ante un romano con dinero e influencias. Sin embargo, también es cierto que no había imposición religiosa: cada ciudad y cada individuo era libre de rendirle homenaje a los dioses de su preferencia dejando a los mismos dioses la justicia por las injurias hechas por los hombres a los dioses no reverenciados o blasfemados. El autor manifiesta también que ni en Roma ni en Grecia se garantizó nunca el derecho de las libertades formales, sino que se dedicaron casi exclusivamente a regir las obligaciones y derechos domésticos: fidelidad, responsabilidades patrimoniales, diferencias de estatus; se garantizaban , y solo hasta cierta esfera, los derechos de los padres.
Limitados o no, tales derechos civiles no perduraron hasta el final del imperio, pues hubo emperadores que quisieron reformar las costumbres y las penas: Augusto luchó y tomó medidas contra el adulterio femenino, Domiciano obligó a los amantes a formalizar su relación y prohibió a los poetas usar términos obscenos en sus obras, los Severos penaron el adulterio masculino y convirtieron al aborto en un crimen contra el esposo y la patria, Constantino impuso el cristianismo como religión oficial, aboliendo la multitud de cultos paganos. En suma, los escasos derechos civiles de los romanos fueron reduciéndose con el tiempo y con la llegada de los emperadores del tipo persa, autocráticos.
Una forma más efectiva de justicia, que tomaba en sus manos el pueblo, era el pavor que tenían los romanos por no manchar su imagen. En efecto, cuando se quería presionar a un deudor para que pague era frecuente buscarlo hasta sorprenderlo fuera de casa con la finalidad de hacerle una escena (convicium): luego se lo perseguía con insultos y cánticos burlescos repetidos en estribillos. Lo único que la constitución exigía era no dejar completamente desnuda la persona del deudor y no decir palabras obscenas durante el convicium. El deudor abochornado trataba de limpiar su imagen vistiendo de luto y dejando sus cabellos sin cortar. El pueblo era juez en la Romanidad, incluso en las pequeñas aldeas existía una costumbre muy particular ante los “malhechores”, lo cercaban en grupo hasta hacer montar al acusado en una carreta, y luego simulaban un funeral con insultos y risotadas. Incluso en los funerales verdaderos ocurría lo mismo, se podía insultar al difunto si el testamento no era aprobado por la “conciencia pública”, quien no tenía vergüenza de insultar o comentar la vida de cualquier ciudadano por que era su legítimo derecho de censura (reprehensio). “La opinión de la clase dirigente se sentía con derecho a controlar la vida privada de sus miembros, en interés de todos. Si se la desafiaba, se valía de burlas para vengarse: canciones injuriosas y anónimas que se repetían de boca en boca (carmen famosum), panfletos (libelli) que circulaban a costa del desviado y lo abrumaban de insultos obscenos y de sarcasmos, a fin de demostrarle que no era precisamente él el más fuerte”.
Pero no todos los reproches, insultos, o escenas se hacían en forma grupal o en anonimato, pues existía en el Imperio el derecho de cierta clase a denunciar a los individuos sin abochornarse ni tener miedo a represalias, era el derecho de individuo público ejercido por la clase gobernante. Ya se ha discurrido sobre la distinción que hacían los romanos entre lo privado y lo público, y es precisamente ésta una de las distinciones: si un individuo de la clase gobernante denunciaba a alguien ante la cámara, utilizaba su derecho público, su derecho de persona pública, al servicio de la ciudad o del imperio, para descalificar, acusar o denunciar a cualquier ciudadano, sin ningún tipo de inhibición.
Para el historiador, en Roma nunca hubo un estado de derecho civil; el estado romano no obedecía a reglas fijas y generales, sino que las órdenes y los dictámenes eran hechos cumplir nada más que por una clase gobernante, y cuando se trataba de resolver algún litigio eran las relaciones de poder alrededor de cada caso las que resolvían los problemas; no habían reglas de juego o de combate generales sino que cada problema se resolvía según las circunstancias y las relaciones de fuerza. Ni siquiera la costumbre o las costumbres de los mayores (mores maiorum) eran las gobernantes como se creía en apariencia, pues la “costumbre no pasaba de ser un argumento: de modo que se le hacía decir todo lo que se quería que dijese”.
“La vida pública obedecía a las decisiones de los miembros de la clase gobernante, y la privada, al que dirán”. Pero la gente no obedecía tan sólo a los decretos de los notables o al desvanecimiento de la imagen personal, pues es bien sabido que la romanidad era también un territorio de supersticiones. Mucha gente no daba un paso sin consultar a un astrólogo; así mismo existía mucho temor por los sueños, pues solían interpretarse tal cual, sin buscar significados más profundos; también se temía al mal de ojo, y era frecuente encontrar en las puertas de las casas romanas un phallum, un escorpión o algún perforador como símbolo protector que en caso de necesidad pincha el ojo del envidioso.
Además de las supersticiones, Roma tuvo también un sinnúmero de doctrinas orales, “códigos de buen sentido”, que denunciaban lo bueno y lo malo, y que generalmente sostenían el postulado muy difundido de que el Imperio atravesaba desde hacía mucho un largo período de decadencia. Según dichas filosofías orales, lo malo no era la sociedad de clases sino la molicie o el exceso. “La molicie no parece ser más que todo más que una desviación entre otras, reconocible y hasta reducible a detalles poco viriles: inflexiones de voz afeminada, gestos amanerados, modo de caminar un tanto lánguido, etc,...porque ésta era la que explicaba el lujo y la lujuria, a los que se denominada con el mismo término, luxuria, y que consistían en no negarse nada y en creerse que todo estaba permitido. En aquella época, amar demasiado a las mujeres y hacer demasiadas veces el amor demostraba que uno era un afeminado. Por eso, se presenta en Roma y en el libro del historiador la paradoja de que por una parte se eleva como meta suprema la conquista de la ociosidad y por otra su condena por ser la madre de todos los vicios. Pero quizás fueron épocas distintas; en la Romanidad tardía apareció un tenaz virilismo “auténticamente clerical”, que condenaba los placeres, la danza y los excesos, movimiento aparejado con el estoicismo de fines del imperio.
En efecto, los excesos también fueron condenados por muchos filósofos, y quizás más que ninguno por Horacio, que defendía la moral de pobreza como la mejor manera de vivir. Bien entendido que en la época pobreza significaba vivir de las rentas y tener nada más que cuatro o cinco esclavos. Pero en el fondo lo que condenaban algunos filósofos y sobretodo el pueblo era el ansia insaciable de riquezas y la avaricia de la gente que dedica su vida a amasar fortunas sin disfrutarlas nunca. En cambio, el pueblo se alegraba cuando veía a uno de los grandes gastar su fortuna en banquetes y fiestas diciendo: “mirad, he allí uno que es como nosotros”.
Por otra parte, algunos sino muchos filósofos griegos enseñaban “que el verdadero fin de la producción debía ser la autarquía, que consistía en reducir las necesidades para no seguir dependiendo de la economía”; algo que a mi parecer es típicamente griego. Lo importante es que ante la molicie y los excesos de algunas gentes, comprendidos varios emperadores, aparecieron doctrinas contrarias cuya meta era frenar la tendencia hacia la degeneración, tranquilizar a la gente de la escalada de vicios a la que se hallaba Roma sometida.